El primer día de mayo tomé la carretera.
Casi toda la mañana observé por la ventana;
vi el cristal arañado por la tormenta
y un viento furioso que fuertemente soplaba.
Debí haberlo tomado como una advertencia.
Ese fin de semana
se lo dejé libre a mi enfermera.
Mis comidas estaban mal preparadas.
Mi máquina de escribir estaba más muda
que si fuera una tumba.
Y mi piano, agazapado
en un rincón del cuarto,
con todos sus dientes al descubierto.
Aleluya.
Salí de casa sin abrigo
(mi enfermera no lo hubiera permitido),
y manejé por los poblados vecinos.
Pasé junto a una vaca de color marrón,
mis pijamas me aferraban como un sudario.
Apareció ante mí una pequeña casa,
con sueños y esperanzas dentro de ella.
Y una voz de mujer me dijo con un susurro:
"¿Por qué no vienes aquí?
Pareces empapado en sudor".
Aleluya.
Miré a la mujer, era una joven muchacha.
Le extendí un cordial saludo;
pero sabía que si mi enfermera hubiera estado ahí,
ni en mil años me habría dejado aceptar esa invitación.
Se podría pensar que es sabio arriesgarlo todo,
abandonar la precaución a un viento imprudente.
Pero la única que puede salvarme es mi enfermera,
con sus medicamentos y chocolates calientes.
Así que regresé a casa cantando mi canción...
Aleluya.
Las lágrimas brotan de mis ojos nuevamente.
Aleluya.
Necesitaría veinte cubetas para recogerlas.
Aleluya.
Y veinte hermosas muchachas para vaciarlas.
Aleluya.
Y veinte agujeros profundos para enterrarlas.
viernes, 8 de mayo de 2015
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