Soy un monstruo,
como Quasimodo,
o como Calibán,
el hombre natural...
Salvajemente respondo
a mi propio reflejo.
Una fea mañana de rabia,
mi padre arrojó una manzana a mi caparazón.
Y al igual que si el Hombre Invisible
dirigiera el tráfico,
yo siempre seré un inútil,
a pesar de mi entusiasmo.
En medio de las frenéticas masas,
en esta separación multitudinaria,
la apariencia lo es todo.
Nada es lo que parece.
La sociedad civilizada
es sólo civilidad en reposo.
Soy como el Fantasma de la Ópera,
cantando por belleza y consuelo,
o como la Autobiografía de Henry Darger.
Y esas son breves pistas de mi esencia,
de mi obsolescencia programada.
La apariencia lo es todo,
nada es lo que parece.
En una economía de mercado,
a eso se le llama mercadeo.
No es exactamente que arañe
mi camino a la gloria
ni que suelte gemidos al viento,
pero puedo afirmar por primera vez
que estoy tambaleándome al borde
de un enorme progreso.
A veces lúcido,
a veces un pelmazo,
a veces muy cordial
y a veces distante...
Puedo ser un almibarado optimista
durante un momento,
y un grave pesimista al siguiente.
Irritable como un avispón en ocasiones,
y luego el más agradable del mundo.
No soy un pagano,
no rindo culto a ninguna cosa;
ni a dioses que no existen
ni al sol que me es ajeno.
Amo a mis ancestros,
pero no de manera ritual.
No los culpo ni los elogio
por cualquier cosa
que me hayan heredado.
No necesito altares de piedra
para ayudarme a cubrir mi apuesta
contra la oscuridad que se avecina.
Y eso es lo que hay.
viernes, 1 de noviembre de 2019
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